Y también se lo enseñamos a nuestros perros
Vivimos en un sistema cultura, social y educativo que valora la razón por encima de la sensación, que premia el (auto) control y desconfía del cuerpo. Un sistema que nos enseña a ignorar lo que sentimos, a reprimir lo que nos incomoda, a descartar o dudar de las sensaciones, percepciones que a menudo no se pueden explicar con palabras.
Pero ¿cuál es el precio de ignorar aquello que el cuerpo está diseñado para expresar? Señales sutiles, o intensas, que tienen una función: garantizar la supervivencia, la adaptación, el equilibrio. Nuestro cuerpo tiene razones que la mente no siempre entiende. Pero desoírlas tiene consecuencias. Y esa desconexión, tan normalizada hoy, puede salir cara.

Porque el cuerpo es comunicación. Un sistema vivo, interconectado, diseñado para recoger información, del entorno y del interior, y traducirla en señales. En sensaciones. En impulsos. En emociones.
Está equipado con sofisticados receptores sensoriales, térmicos, táctiles, químicos, fasciales, neuronales, que trabajan sin descanso para interpretar el mundo y mantenernos con vida. Muchos de ellos, aún hoy, apenas empezamos a entenderlos.
Nada de eso es casual, ni sobra en el diseño o falla. Si existe una red que detecta tensión, presión, temperatura, acidez, ritmo o respiración…es porque hay algo que el cuerpo necesita saber. Y algo que quizá también quiere decir.
Porque cada célula es un mensajero. Cada órgano, un sensor. Cada tejido, un canal de percepción. Y todo ese sistema, aun cuando no lo escuchemos, sigue hablando, porque es su función. Hablando en forma de comportamientos, síntomas, gestos, bloqueos, movimientos. Pero también de pausas, miradas, resistencias o huidas.
Es ese cuerpo que hemos aprendido a ignorar el que más verdades sostiene
Y no es solo una cuestión humana. Nuestros perros también aprenden, desde muy temprano, a adaptarse a un entorno que muchas veces les exige ignorar sus propias señales. Les decimos «no pasa nada», «venga, no seas así», «vamos, sigue». Les frenamos con la correa, con órdenes, palabras, con la costumbre. Les educamos, muchas veces sin querer, en el mismo idioma en que nos educaron a nosotros: el del silenciamiento corporal.
Sin embargo, su cuerpo está hablando, siempre. Enviando mensajes que el cerebro interpreta como sensaciones, emociones, recuerdos. Tanto en humanos como en perros, existen vías neurobiológicas que permiten percibir y transmitir esos estados emocionales. Una de ellas es la interocepción, la capacidad de percibir lo que ocurre dentro del propio cuerpo. No solo hambre o dolor, sino también ansiedad, tensión, calma. La interocepción está mediada por una red de receptores y vías nerviosas que informan al cerebro de lo que ocurre en nuestros órganos, músculos y tejidos.
Aquí entra en juego un tejido fascinante: la fascia. Esa red continua de tejido conectivo que envuelve y conecta absolutamente todo en el cuerpo. Músculos, órganos, vasos, nervios. La fascia no solo tiene funciones estructurales, sino también sensoriales. Está equipada con mecanorreceptores y terminaciones nerviosas capaces de detectar cambios de presión, tensión o temperatura, y de enviar esa información al sistema nervioso central. La fascia es, de hecho, una de las grandes comunicadoras del cuerpo, protagonistas de la propiocepción y la interocepción.
Cuando decimos que un perro «siente» algo en el cuerpo, o que «presiente» una situación, podría no ser solo una intuición poética, sino una traducción fisiológica de lo que está ocurriendo en su sistema. Su cuerpo ha recibido una información del entorno, una postura, una feromona, un ritmo respiratorio distinto, cambio de ph, de temperatura, y ha activado una respuesta. Esa respuesta es en parte invisible, sucede en el interior, pero la otra parte, se manifiesta externamente a través de la conducta. Una mirada que se aparta, un cuerpo que se gira, una tensión en alguna parte del cuerpo.
Muchas, muchísimas veces, no somos conscientes de esto, no lo entendemos y por eso, no lo respetamos y lo corregimos.
Aquí nace el titular de este texto: la domesticación del instinto
Esa mirada que no se sostiene. Esa pausa que interrumpimos. Ese ladrido que queremos acallar. Porque no le vemos sentido y porque incomoda o porque social y culturalmente no es adecuado. Algo parecido a lo que hacemos con nuestras propias emociones: reprimirlas, disociarlas, maquillarlas. A vivir desde la cabeza, ignorando al cuerpo que susurra (o grita) desde abajo. Pero el cuerpo no olvida su función.
Autoras como Bessel van der Kolk (The Body Keeps the Score) han puesto sobre la mesa la importancia de las memorias corporales y la huella fisiológica del trauma. Antonio Damasio, desde la neurociencia, ha insistido en que las emociones no son solo experiencias mentales, sino respuestas corporales complejas que informan a la conciencia. Y en el mundo de la etología y la intervención canina, profesionales como Amber Batson, Sarah Heath o la comunidad de terapeutas corporales como Galen Myotherapy reconocemos el papel fundamental de la percepción corporal en el comportamiento del perro.
Cuando un perro reacciona ante un estímulo, no lo hace desde la «desobediencia». Lo hace desde lo que siente. Y eso que siente no es un pensamiento, es una información procesada por su sistema nervioso, mediada por hormonas, neurotransmisores, citoquinas … Todo un lenguaje corporal que comunica sin palabras.
Y nosotros también.
Lo que ocurre es que la mayoría hemos aprendido a bloquear ese lenguaje. A negar lo que sentimos. A quedarnos en situaciones que el cuerpo ya nos había pedido abandonar. A ignorar los signos de incomodidad, de tensión, de rechazo. Porque «no hay que ser maleducada», porque «hay que aguantar», porque «no es para tanto». Y eso mismo le transmitimos, muchas veces, a nuestros perros.
Estamos criando generaciones de perros desconectados de su cuerpo. De perros que aprenden que lo que sienten no importa. Que no es válido. Que deben callarlo, disimularlo, contenerlo. Y lo hacen no por sumisión, sino por una necesidad innata de vinculación, y la dependencia. Y en esa necesidad, muchas veces, pierden su voz.
Hay otras formas de educar, unas más “amables”, respetuosas, que no enseñan a controlar el comportamiento, sino a escuchar lo que ese comportamiento está diciendo. Es volver al cuerpo. Al nuestro, y al suyo. Es preguntarnos: ¿qué está sintiendo? ¿Por qué? ¿Dónde lo está sintiendo? ¿Y qué puedo hacer yo, como guía y compañera, para ayudarle a habitar mejor ese cuerpo?
Quizá ha llegado el momento de “des-domesticar” el instinto. De volver a confiar en esa sabiduría somática que nos conecta con la vida. De entender que los cuerpos no son enemigos de la razón, sino sus aliados. Y que antes de reeducar un comportamiento, tal vez haya que reescuchar la señal que lo originó.
¿Y tú? ¿Eres capaz de reconocer las señales tuyas o de tu perro? Si la respuesta es no, quizá es momento de parar y reflexionar. Y si es que sí… ¿las estás respetando?


